El trabajo del impresor de libros. Entre tinta y papel
Hoy en día, imprimir nos parece un acto sencillo. Bastan un par de clicks para que nuestras modernas impresoras arrojen un documento en la comodidad del hogar o en la oficina. Sin embargo, la labor de impresión se remonta a siglos atrás, y hubo un tiempo en el que se consideró una verdadera hazaña. Cuesta creerlo, pero la imprenta cambió el rumbo de las sociedades. Su aparición, en 1440 a manos de Gutenberg, se considera un hito histórico que tiene ecos hasta la actualidad.
El arte de hacer libros es complejo. Los primeros impresores dedicaron su vida a traerlos a la luz. Contrataban ayudantes, que rápidamente se especializaban en el uso de la tinta y los tipos móviles. Muy pronto, el libro como objeto de comercio no pudo ser disociado de quien se encargó de elaborarlo. Los impresores se hicieron de fama y de un nombre, y algunos, como el famoso Aldo Manuzio, elaboraron marcas tipográficas (en su caso, la mezcla de ancora y delfín) para que el público reconociera su nombre y su oficio.
Si bien con el paso de los siglos la imprenta se ha modernizado y hacer libros implica en nuestros días el trabajo de muchas más personas, es posible todavía encontrar en los talleres de imprenta algo del espíritu de los antiguos impresores. A diferencia de los documentos que se pueden imprimir en casa, la mayoría de los libros se siguen haciendo entre máquinas, rollos de papel y pruebas, en talleres determinados para su confección.
El trabajo del impresor de libros es, pues, materializar y darle cuerpo a eso que alguna vez fue una idea, a la idea que alguna vez fue texto, al texto que alguna vez fue el manuscrito sobre la mesa del editor. Su labor, a veces tan invisible, es fundamental para la cultura bibliográfica y artística de los lugares, y permite que movamos las páginas, que los libros formen parte de nuestro entorno, que sigan acompañándonos.