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Casa del tiempo, año XLII, vol. I, época VI, núm. 6, diciembre de 2022-enero de 2023

Casa del tiempo, año XLII, vol. I, época VI, núm. 6, diciembre de 2022-enero de 2023

Reconocer y comprender las diferencias, y actuar consecuentemente frente a ellas, implica un proceso de autocrítica y un constante aprendizaje. En nuestro número de diciembre-enero reunimos textos que reflexionan sobre el lugar que las disidencias ocupan en las agendas de la política y en las distintas manifestaciones del campo artístico: diversidad sexogenérica, etnicidad, afrodescendencias, discapacidad, feminismos, desigualdades socioeconómicas y sus distintas intersecciones, así como las reafirmaciones críticas de la diferencia, las revisiones de las marcas de legitimación y las discrepancias creativas.

En Imagos, Karen Cordero Reiman nos introduce a la serie fotográfica Mujeres por mujeres —exhibida recientemente en la Casa del Tiempo, en el marco del Librofest Metropolitano—, de la mexicana Norma Patiño, quien dialoga y retrata a activistas, escritoras, pedagogas, periodistas, artistas visuales, cineastas, bailarinas, feministas y fotógrafas.

En Travesías, Mariana Mejía Villagarcia recorre la exposición Territorialidades en disputa, complejidades socioambientales en el sur de México, de los artistas Robin Canul y Mario Pech; Verónica Bujeiro reseña Vortex, la más reciente cinta del director franco argentino Gaspar Noé; y Moisés Elías Fuentes nos comparte su lectura de los Cuentos reunidos de la estadounidense Susan Sontag.

Diana Cuéllar Ledesma ensaya, en Ágora, las implicaciones del libro El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza, sobre el feminicidio de su hermana, estudiante de arquitectura en la UAM Azcapotzalco.

En Fractales, Vladimiro Rivas Iturralde conmemora el centenario de la muerte del novelista francés Marcel Proust con un texto sobre su serie cumbre En busca del tiempo perdido; y Jesús Vicente García nos entrega una crónica sobre los laberintos del “asfalto nuestro de cada día” en la Ciudad de México. 

A Contraluz se valoran obras de Ivan Jablonka, Tania Jaramillo y Luis Ignacio Sáinz.

En el suplemento electrónico Tiempo en la casa: “En memoria de David Huerta”, de Anaïs Abreu d’Argence y Mario Panyagua.

 

 

Periferia

Dalí Corona

 

Porque yo creo que el corazón del alba

es un millón de flores,

el correr de la sangre

o tu cuerpo, ciudad, sin huesos ni miseria.

Efraín Huerta

 

No hay jardines pero abundan los baldíos y las casas abandonadas por morosos; los escombros, como modernas zonas arqueológicas que descubren un desierto floreciente de ladrillo y vigas. 

 

No hay jardines, pero los estacionamientos de doble plaza otorgan sombra, humedales que rebozan de agua negra y cáscaras del tiempo donde el tezontle oscuro se desgrana.

 

Como un limón tibio en los dedos o una naranja roja en la comisura de los labios, el sol rubio nos endulza la piel en esta playa ausente de agua, donde la sal del mar se pega a nuestros brazos y escurre desde lo hondo de la axila.

 

No hay jardines, pero escuchamos el rumor de la ola en la ventana, la tormenta quebrándose en millones de cristales mientras adentro el aire inmóvil nos asfixia. No hay jardines.

 

Bajo la sombra de eternas jacarandas se levantan las banquetas, un morado ardiente sobre el piso del que emerge la raíz como la lava. Los pájaros danzantes afinan su gorjeo, tiemblan las lagartijas en los muros, trepan las ratas, dos perros yacen atrapados en el conflicto del amor.

 

No hay jardines. Sin embargo, siguen llegando los fantasmas, siguen atravesando la noche y su miseria, fundando en medio del sol a plomo de la calle un improvisado cuarto, un patio de juegos, un altar para la virgen.  

 

Todavía el anafre con su brasa matutina alimenta a los hombres de la tierra, a las mujeres de la aurora. Se levanta invisible el muro del progreso, la modernidad contenida en unas cuantas cuadras, mientras del otro lado, en la avenida, una jauría de niños corretea una pelota. Estamos muy lejos del centro del mundo, habitamos las antípodas.

 

Pero encontramos refugio en los placeres simples del orgasmo, nos damos en la oscuridad de una calle, al amparo de un camión abandonado o en la seguridad apabullante que nos brinda una lámpara fundida. Nos amamos los unos a otros, como lo dictan las leyes de este mundo. No hay jardines.

 

Ya llega el afilador con su nota fúnebre en el aire, el hombre del gas abriendo el día con su grito, el camión de la basura y su campana, el camotero y su silbido interminable que ilumina, como un farol a los amantes, todas las esquinas de todas las colonias; los vendedores ambulantes y su improvisado megáfono de manos; ya llega la noche y con ella el llanto amoroso de los gatos.

 

Suena un teléfono, los golpes insistentes a una puerta, las patas de una silla por el piso, la risa ausente de los locos; todo el ruido del mundo contenido en un instante.  

 

Nacimos exiliados en una región sin fronteras, condenados a la soledad entre el bullicio. No hay jardines, así que borrachos andamos por el día arreando la barriga como una cantimplora imposible de llenar.

 

Esta tierra de nadie es solo nuestra, nos fue heredada junto con el hambre y la tristeza. En ella construimos, desde el fondo oscuro de los charcos, colonias y barriadas. Vengan por nosotros, vengan a sacarnos.